Autor: Enfer Molido
Mi estado de ánimo no es el mejor por las mañanas, mucho menos los fines de semana. Lemora, mi fiel verdugo, tan fría y carnalmente correcta, postrada en la parte lateral de mi nevera; tan indefensa y amable, siempre lista para una emergencia.
Re-cuerdo que regresé por la noche, me recosté en la cama y el cuarto comenzó a hablarme. Le molestaban muchas cosas sobre mí.
–Hermano, puedes hacer de tu vida lo que quieras, pero no es bueno ni para ti ni para mí que sigas desperdiciándote así. Ni siquiera es cuerdo que estés hablando conmigo, joder. –
–¡Hola pa-red!, qué tal. Una noche fría, ¿no? –le contesté. – Mira, no debes inmiscuirte en mis asuntos, bastante tienes con aguantar los embates de mis vómitos y escupitajos como para soportar que te derribe si sigues metiéndote conmigo, ¿no crees? Tú no puedes moverte recuerda, ¿cómo te defenderías de mí?–. Aunque realmente yo tampoco podía ((ni quería)) moverme en ese momento.
–En una ocasión observé por la ventana a aquella chica de piernas largas y alas escamosas que te acompañó hasta acá. No debiste hacerle eso, el jardín ya está lleno de tanta mierda y el estúpido perro ha desenterrado varias cabezas ya. Puedes meterte en problemas. Además no era fea, y el congelador no puede servir como anfiteatro para siempre…bla bla bla-… empezó a contarme anécdotas bastante nefastas sobre lo que puede ver y hacer una pared en las horas de ausencia de su inquilino.
Mientras escuchaba su voz, mi mente ((mi siempre acompañante)) comenzó a nublarse, me sentía bien. Ella me guiaba ahora. Nos alejamos de la habitación, luego de la casa. Era un derroche de adrenalina y reynold, mezclado con un poco de magia. Medianoche y divagábamos entre las calles húmedas y vaporosas del centro de la ciudad. Cientos de prostitutas derritiéndose al compás del contoneo de sus caderas; dúos porcinos azulados dando una paliza al vagabundo del desnivel, mientras sus contertulios robaban los zapatos, los rancios sacos y demás prendas que salían volando a cada golpe; perros desgastados y viejos conocidos husmeando las mismas bolsas de basura. Susurros de placer entre los corroídos edificios multifamiliares; corazones perdidos anhelando un pecho seguro que les provea del calor que malgastaron en horas de excesos y malditos encuentros lascivos.
Luego, nos detuvimos a lado de un escaparate ((de algo como un auto supersónico que lanza napalm por los limpiadores mientras te encuentras en el tráfico, o de alguna otra maravilla digital))… nos sentamos y observamos en la otra acera a una especie de salamandra equina, tal vez un dinosaurio, segregando de entre las grietas de su cara pus y las más inmundas sustancias animales; buscaba entre sus ropas el último tripi antes de llegar a la madriguera donde seguro le esperaba un poco más de protoplasma reptil. Era una imagen desagradable, emética, como las imágenes difuminadas de la mañana siguiente a un bacanal etílico. Sentí miedo, compasión y asco de ver tan repulsivo espectáculo. Giré la cabeza y vomité, mi acompañante hizo lo mismo.
Después regresamos a la casa, a la habitación… la jodida pared seguía descargando su ira, ahora contra la pared de enfrente. Me parecía que ésta se encontraba resfriada, ¡claro! la humedad se filtraba por ella. Me levanté, fui al baño, terminé de vomitar. Regresé, me recosté sobre la cama y pensé: “algo familiar tenía esa salamandra”.
Cristo regurgitado
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